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El pecado: Reflexiones filosófico-teológicas
Scripta theologica, aprile 1988


«Lo sai che passeranno i secoli e l’umanità proclamerà per bocca della sua sapienza e della sua scienza che il delitto non esiste, e quindi non esiste nemmeno il peccato, ma esistono solo degli affamati?»
F. Dostojevskij, «Los hermanos Karamazov»,
Parte II, Libro V: El gran Inquisidor). 

 

Puede parecer raro intentar acercarse al tema del pecado desde una perspectiva filosófica, pues la competencia exclusiva se suele atribuir, en este argumento, a la reflexión teológica. Sin embargo, la experiencia del mal es una experiencia del hombre como tal: una experiencia que lo provoca a una reflexión, ante todo, racional. Además, todos los «pensadores esenciales» (desde Platón a Heidegger) se han enfrentado con este tema con ejemplar seriedad especulativa.

 

1. La división fundamental

 

El hombre tiene una experiencia compleja del mal, en el sentido que los males que sufre son múltiples. Es mal una enfermedad, así como es mal el error en el que puede caer la inteligencia humana; es mal la angustia psicológica que invade, en unos momentos, nuestra psique, así como es mal la mentira. ¿Es posible dar un orden conceptual a esta complejidad? Es ésta la preliminar y primera tarea de toda seria reflexión racional. Pero el problema de «poner orden» exige individuar el «criterio-principio del acto que ordena una desordenada complejidad. Dejando de lado consideraciones más generales, no necesarias en este momento, el «criterio principio» puede ser individuado en la constitución ontológica de la persona humana.

De la constatación de la pluralidad de la actividad, sigue la pluralidad de las dimensiones constitutivas de la persona humana. El hombre es cuerpo, es psique, es espíritu. El mal puede afectar cada una de estas tres dimensiones esenciales de la persona. El mal puede ser físico, psíquico, espiritual: bien el cuerpo, bien la psique, bien el espíritu pueden enfermar. Obviamente, al estudioso de ética interesa exclusivamente sólo la tercera categoría de males. Sin embargo, con un análisis más atento, se descubre que también en este ámbito existe una pluralidad de males, de naturaleza muy distinta entre sí.

Una premisa, antes de profundizar en la reflexión metafísica de los males espirituales. La reflexión ética obtiene de la reflexión metafísica una verdad muy importante para la problemática que estamos tratando: la verdad de la convertibilidad trascendental del ser con el bien. La convertibilidad tiene como primera consecuencia que un ente capaz de actuar, es bueno — alcanza la plenitud de su ser, su cumplida perfección — al poner en acto sus facultades operativas.

Volvamos a nuestro tema. Los dinamismos espirituales, las facultades operativas del espíritu son dos: conocer y querer. Por lo tanto, el mal pue de radicar en la inteligencia como en la voluntad: la una y la otra pueden fallar (deficere) en su ponerse en acto. ¿Son los dos males específicamente distintos? Un estudio fenomenológico empuja a considerar la diversidad específica. Vamos a intentar una descripción comparada.

Nuestra razón alcanza su plenitud cuando cumple el acto de juzgar. Ahora bien, lo que lleva la razón al asentimiento propio del juicio es la evidencia intrínseca de la relación existente entre un sujeto y un predicado. Mientras esta luz — la luz de la evidencia — no alcance la razón, ella no juzga: opina, duda u otras cosas, que no son juzgar. Sin embargo, es verdad que delante de la evidencia, la razón no está libre de asentir o no asentir. Está obligada a asentir. El rechazo del asentir, en este caso, ya no sería un acto de la razón, así como no será acto de la razón asentir a falta de la evidencia intrínseca. Es que, de hecho en ambos casos, interviene la otra facultad espiritual, la voluntad, para «estorbar» la actividad de la razón.

De manera muy distinta proceden las cosas con la facultad volitiva.

Ella está completamente libre en su elección, que es el acto por excelencia de la voluntad. Ello nos lleva a una constatación de incalculable alcance ético. El mal de la voluntad es un mal querido, es un mal escogido o, que es lo mismo, el acto que escoge el mal es un acto de voluntad, mientras que — como hemos visto — el acto de la razón que asiente o no asiente en presencia de la evidencia, no es un acto de la razón: es un acto irracional, mientras que, en la otra facultad espiritual, es un acto voluntario-libre. En este sentido se puede y se debe decir que el mal inherente a la voluntad es algo «positivo»; en cambio, el mal inherente a la razón es simple mente un «negativo» (un no-acto de la razón). Todo ello desde siempre ha constituido una especie de escándalo para la razón especulativa, algo como una cruz echada sobre sus hombros, de la que ella siempre ha in tentado liberarse (desde Socrates a Hegel). ¿Cómo es posible que un mal sea una magnitud positiva? Antes de contestar a esta pregunta, con una respuesta que consiste precisamente en el descubrimiento de la verdadera naturaleza del mal de la voluntad, es útil pararse todavía más en el cotejo, pasando por otra vía. 

En este caso también, hay que volver a recordar la tesis metafísica clásica de la distinción real entre persona y naturaleza. Es obvio que se trata de una distinción entre un todo (la persona) y una de sus partes: lo que no quita nada a la realidad de dicha distinción. Es más: el misterio de la Encarnación ha dado una confirmación única de esta tesis: la naturaleza humana de Cristo es singular y perfecta en cuanto naturaleza, pero ella no es persona, subsistiendo en la divina Persona del Verbo. De esta tesis metafísica derivan unas consecuencias teoréticas muy útiles.

La primera consecuencia estriba en que en el hombre existe una actividad natural que podemos realmente distinguir de la actividad personal. Presuponiendo ahora la reflexión metafísica sobre el constitutivo del ser persona, podemos decir que la distinción consiste en que la actividad personal es aquella causada últimamente por la voluntad libre de la persona, mientras que la actividad natural puede hacerse personal por participación, es decir en cuanto gobernada por la libre voluntad de la persona. A la unidad substancial corresponde — puede, debe corresponder — el nexo operativo: la actividad natural es personalizada.

La segunda consecuencia, para nosotros la más importante, es que existe una perfección natural que podemos realmente distinguir de la perfección personal. La primera se da cada vez que se perfeccionan las potencias propias de la naturaleza humana; la segunda, en cambio, cuando se perfecciona la facultad formalmente personal, el más alto de los principios operativos humanos: la voluntad en cuanto facultad libre. De la misma manera, el mal puede inherir en la actividad natural y la actividad personal: puede existir un mal natural y un mal personal. El mal puede afectar, desfigurar la naturaleza o la persona como tal.

Esta breve reflexión nos ha llevado a «aislar» completamente un tipo de mal que es inconfundible con cualquier otro mal. Es una mal que, en síntesis, se aisla radicalmente de todo otro mal por las tres razones fundamentales siguientes: es un mal que inhiere en el acto de la persona como tal; es un mal libremente querido y no sufrido; es un mal que metafísicamente debe ser clasificado como acción (actio) y no como pasión (passio). Y por ser un mal que inhiere en la actividad que únicamente es moralmente calificable, debe ser llamado mal moral.

 

2. La naturaleza del mal moral

 

El descubrimiento de la «sede» del mal moral, la libre voluntad de la persona, es sólo una premisa, sin duda importante, para comprender la naturaleza del mal mismo.

Antes de intentar esta comprensión, es absolutamente necesario hacer referencia a unos puntos básicos de la metafísica de la voluntad creada.

Antes de todo, hay algo «natural» (en el sentido explicado arriba), también en la voluntad (voluntas ut natura). Un mínimo de atención a lo que acontece en nosotros mismos, al ejercer esta nuestra facultad espiritual, ya es suficiente para enseñarnos que ella se mueve naturalmente, es decir necesariamente hacia el bien: o mejor dicho, hacia lo que se le presenta como un bien. Nadie de nosotros quiere el mal simplemente por ser mal; de la misma manera que nadie de nosotros puede escuchar el silencio o ver las tinieblas. Sin embargo, a una atención más profunda, la «naturaleza» de la voluntad (o la voluntad en su naturalidad) se nos muestra como muy distinta, específicamente, de la naturaleza-necesidad con que, por ejemplo, sodio y cloro — bajo determinadas condiciones — se atraen necesariamente para formar cloruro sódico. Se trata de una naturaleza espiritual: la voluntad, en su naturalidad también, es una facultad espiritual. Ahora bien, ¿cuál es la naturaleza del espíritu? Aristóteles vio en profundidad en el misterio del ser-espíritu, cuando escribió que el espíritu puede llegar a serlo, en cierto modo, todo. Profundizando en la intuición aristotélica, podemos empezar con notar que esta posibilidad no es el signo de una pobreza ontológica inherente al ser espiritual, como en cambio acontece con la materia, que también ella, de alguna manera, puede llegar a serlo todo. Es una posibilidad propia de la capacidad del espíritu de ponerse delante de la realidad en sí misma, es decir sin destruirla al momento de asumirla. La capacidad esencial del espíritu es, en este sentido, la capacidad de la objetividad. Esta capacidad tiene lugar bien en el plano del conocimiento, bien en el plano de la voluntad. En el plano del conocimiento, el espíritu es capaz de «adecuarse» a la realidad, de obrar aquella unidad intencional mediante la cual la persona sabe «como van las cosas». En el plano de la voluntad, que es lo que más nos interesa, la capacidad objetiva del espíritu se manifiesta en la capacidad de querer (estimar-evaluar) las realidades por lo que ellas son, y no por lo que son relativamente a sí mismas. Este es un punto que merece una atención espiritual peculiar, para comprender correctamente la voluntad creada en su naturalidad (voluntas ut natura).

Las dos facultades espirituales brotan de la esencia misma del espíritu según un cierto orden. La voluntad, por su naturaleza, brota del intelecto (como nos muestra nuestra experiencia diaria) del modo siguiente. El intelecto puede conocer las cosas, toda realidad en cuanto útiles o deleitables al Sujeto conocedor; puede conocer la realidad en su entidad, en su peso propio: en sí misma y por sí misma. Ahora bien, «las facultades de los apetitos deben corresponder (oportet esse proportionatas) a las facultades del aprendizaje» (1, q. 64, a. 2). Por lo tanto existe en cada uno de nosotros una natural tendencia a querer el bien propio por ser el bien propio y una natural tendencia a querer el bien en sí mismo y por sí mismo. Son éstas las dos «affectiones» de las que hablaba S. Anselmo: la affectio commodi y la affectio iustitiae. La naturaleza de la voluntad, en cuanto facultad espiritual, consiste exactamente en esta «afección a la justicia». Y en eso consiste el hecho de la creación del hombre «a imagen y semejanza de Dios».

Terminada esta sintética premisa sobre la naturaleza de la voluntad en cuanto facultad espiritual, podemos volver a nuestro intento de definición del mal moral.

En el ámbito de la natural inclinación de la voluntad hacia el bien, no es posible hablar ahora de actos moralmente buenos o malos, pues — por la misma definición — estamos todavía en un contexto en el que no hay libertad de elección. ¿Cuándo y cómo se accede al mundo de la ética? ¿En qué consiste, finalmente, el mal moral? Bajo las luces de lo dicho hasta aquí, el mal moral consiste en la decisión de desviar la voluntad de su natural inclinación al bien, en hacer uso de la voluntad misma contra su misma estructura. Me doy cuenta que la respuesta no nos permite dar muchos pasos adelante; sin embargo nos abre la vía hacia una reflexión más profunda.

Si nos fijamos en lo que acontece en nosotros al cumplir un mal moral, necesariamente concordamos con lo que dijo el poeta pagano: «video meliora proboque - deteriora sequor». Tiene lugar en nosotros una escisión, una desarticulación interior. Por un lado, el acto se nos presenta como profundamente coherente con la verdad de nosotros mismos, con la intima estructura de nuestro ser personal: nuestra mente, nuestro espíritu consienten (video meliora proboque). Aquel acto es su acto. Por el otro, la voluntad rechaza someterse a esta verdad conocida, persigue y quiere llevar a cabo un sí mismo que contradice aquella misma verdad. Es importante notar que aquella escisión y desarticulación tiene lugar en el corazón mismo del sujeto personal: en su espíritu y, más precisamente, en su actuarse como sujeto personal. El mal moral es mal de la persona como persona.

¿Cuál es la raíz última de la posibilidad, grabada en la libertad creada, de cumplir el mal moral? De lo que acabo de decir, resulta inmediatamente que esta posibilidad radica en que no hay identidad entre libertad y verdad o análogamente, en el hecho de que la libertad creada no tiene en sí su propia medida, sino que es medida por una verdad que la precede y en la que se radica naturalmente.

La experiencia ética de la humanidad ha reconocido siempre que el mal moral sitúa al hombre en una relación desordenada con Dios. La Revelación bíblica ha aportado una luz absolutamente nueva sobre esta verdad. Nuestra reflexión debe, por lo tanto, acercarse a esta luz.

¿De dónde deriva aquella verdad de la que hablaba? ¿Cuál es su fundamento? Una verdad en la que el hombre se ve constituido; un fundamento sobre el que el hombre se ve tan fuertemente arraigado que ir en contra de ellos es la experiencia de auto-negación. Aquella verdad es el designio creativo de Dios sobre el hombre: es la idea divina del hombre. El hombre es medido por este designio creativo.

El mal moral es el rechazo de este proyecto, es la decisión libre de constituirse, de ponerse en el ser según otro proyecto. En esto está la esencia del mal moral en cuanto pecado.

Hablando de la naturaleza de la voluntad, he afirmado que ella consiste en una inclinación al orden objetivo del ser, al bien en sí y por sí. Cuando la persona, en el ejercicio de su libertad, hace propia esta inclinación, actualizándola, cumple el bien; cuando la persona, en el ejercicio de su libertad, va en contra de esta inclinación, queriendo un bien no según el orden objetivo del ser, hace el mal. Este orden es el de la divina Sabiduría, amado y querido por el Amor creativo de Dios. El acto libre que rechaza este orden, implica siempre, por lo menos implícitamente, un juicio de condena pronunciado sobre él, para sustituir allí un orden propio. Para entender esto, es necesario fijar nuestra atención sobre el momento espiritual inmediatamente anterior a la elección libre de la voluntad, en la que sólo consiste formalmente el mal moral. Cada vez que una actividad, para ser perfecta, tiene que adecuarse a una «regla», ella debe cumplirse, de acuerdo con la regla, para conformarse con ella. La composición de una polifonía, para ser perfecta, debe respetar reglas fundamentales de contrapunto; de otra forma, la composición está equivocada, no origina en el auditor la experiencia que se prueba al escuchar una polifonía que posee una intrínseca belleza. La construcción de una argumentación racional debe respetar las reglas fundamentales de la lógica argumentativa, pues de no ser así, la razón cae en alguna falacia sofista, sin poder alcanzar la verdad. De modo análogo, la voluntad lleva inscrita en sí, por ser facultad racional, una «regla» que la empuja a amar a todo otro ser, proporcionadamente a la dignidad-valor de cada uno. Es la participación de la persona humana en la Santidad de Dios: a su Sabiduría y su Amor. La elección libre pecaminosa consiste precisamente en querer un bien en contradicción con esa «regla» es decir con la Sabiduría y el Amor divino. En eso está la distancia infinita de la malicia moral de cualquier otra malicia de carácter físico, psíquico o espiritual. Pues mientras ningún otro mal desfigura a la persona como tal, sino que simplemente daña la perfección de alguna facultad natural, el mal moral llega a desfigurar el mismo principio moral como tal: es el mal de la persona y por no haber en el orden del ser ningún bien superior al sujeto personal, ningún mal puede ser peor del mal moral. El «malum poenae» del que no es posible imaginar algo mayor, es la privacion de la visión de Dios en la creatura racional eternamente condenada. Este mal, sin embargo, es inferior al mal que ha merecido esta pena: el mal no está tanto en la pena, sino en el haber llegado a ser dignos de ella. Además mientras que cualquier otro mal es siempre un mal limitado, el mal moral tiene una cierta infinidad, porque el bien que destruye — el bien que el pecador entiende destruir — es la Sabiduría y Amor mismos divinos, a través de la instauración de un nuevo orden en el universo del ser.