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Verdad y libertad en la Veritatis Splendor
La Spezia, 13 noviembre 1993
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En el espacio de tiempo disponible, es imposible exponer completamente la doctrina de la Encíclica. Por lo cual debemos hacer una elección. He pensado que podemos reflexionar sobre el “nudo” central de lo que propone el Santo Padre: La relación entre verdad y libertad. Varias veces se afirma en la Veritatis Splendor (VS) que ésta es la cuestión fundamental. Nosotros, por lo tanto, procederemos del siguiente modo: primero, a modo de introducción, intentaré ayudarles a tomar conciencia más explícita de este problema; en segundo lugar veremos la solución dada por la Encíclica; y al final veremos la importancia de esta solución para la vida humana tanto del individuo como de la sociedad.

 

1. El problema de la relación entre verdad y libertad

 

Partamos con una observación simple, en el límite de lo banal. El problema es tan complejo que debemos introducirnos en él del modo más simple posible. La verdad y su contrario, la falsedad, son una propiedad de los juicios de nuestra razón, propiedad en virtud de la cual nosotros sabemos (en el caso de juicio verdadero) cómo están las cosas, o bien no lo sabemos (en el caso de juicio falso). Dicho esto, es fácil comprender inmediatamente que el ejercicio de mi libertad debe tener cuenta, en algún modo, los conocimientos racionales, es decir de la realidad en la cual actúa. Ninguna persona que haya no sabido por el servicio meteorológico que pronto lloverá, sale de casa sin paraguas o impermeable, aduciendo como motivo que ella es libre: sería una libertad estúpida e irracional, porque va contra la verdad.

Sin embargo, no todas las verdades que el hombre conoce son así, es a decir, “neutrales”. Existen verdades que comprometen profundamente a la persona (veremos cómo y en qué sentido), porque se refieren al sentido mismo de su existencia.

Quiero ponerles un ejemplo. Por milenios el hombre ha pensado que la tierra estaba detenida y que el sol giraba en torno de ella; Copérnico hipotizó por primera vez que en realidad las cosas eran quizá exactamente al contrario. Hoy, nadie duda de la hipótesis copernicana, y todos sabemos que el hombre permaneció por milenios en el error. Pero el hombre no sólo se pregunta si es la tierra o el sol el que gira. Se hace también preguntas del siguiente tipo: ¿Antes que cometer una injusticia, es preferible sufrirla? ¿Con la muerte finaliza verdaderamente toda la persona humana? Ahora bien, entre estos tipos de pregunta existe al menos una diferencia muy profunda. Que sea la tierra o el sol el que gira no cambia mucho el modo de proyectar la propia existencia. Que sea verdadero o falso que la muerte ponga término a todo, cambia completamente el modo de proyectar la existencia. Que Maximiliano Kolbe haya sido grande en el sacrificio de su vida o bien haya cometido un enorme error al sustituir a otro, no depende de verdades del primer tipo. Llamaremos a las verdades del segundo tipo verdades sobre el bien del hombre, o más comunemente verdades morales. Podríamos intentar una primera definición descriptiva de “verdad moral”: La verdad moral es la propiedad de los juicios racionales, mediante los cuales la persona humana conoce cómo debe actuar para que su existencia alcance una plenitud de significado. Normalmente es fácil reconocer en los discursos humanos las verdades morales. Ellas, en efecto, se expresan, se manifiestan en todas lenguas mediante proposiciones cuyo predicado es “justo-injusto”, “lícito-ilícito”, “bueno-malo” y otros similares.

Con estas simples reflexiones hemos llegado al interior del problema. Permítanme todavía dos ejemplos muy simples. Pongamos esta proposición: “EnItalia conducir el auto por la izquierda es ilícito”. Pongamos esta segunda proposición: “Mentir es ilícito”. La primera proposición es verdadera. ¿Sobre qué se funda? Sobre el hecho que la ley lo prohibe… Luego, es ilícito porque está prohibido por la ley. La segunda proposición también es verdadera ¿Sobre qué se funda? ¿Por qué mentir es ilícito? Las respuestas posibles a estas preguntas son las siguientes:

- Es ilícito porque está prohibido por una ley, es decir por un acto de Voluntad (divina).

- Es ilícito, porque teniendo en cuenta las consecuencias que derivarían de no prohibir la mentira, se ha establecido por los hombres considerarla ilícita.

- Es ilícita porque la mentira es contraria a la naturaleza de la persona humana, conocida a través de la razón.

Es necesario que percibamos profundamente la diferencia de las respuestas. Veamos de inmediato la más simple. Si es verdadera la primera respuesta, no se puede excluir que la misma Voluntad que ha decidido la ilicitud de la mentira, pueda también decidir lo contrario, o por lo menos establecer que no siempre y no en todo caso la mentira es ilícita. Si es verdadera la segunda respuesta, se debe decir que en caso de que no se verificasen las consecuencias, en previsión de las cuales se ha consentido en considerar ilícita la mentira, en esta situación ella no sería ilícita: En principio, por lo tanto, no siempre y en todo caso mentir es ilícito. Por el contrario, si es verdadera la tercera respuesta, no será nunca lícito mentir. Dicho en pocas palabras: Las dos primeras posiciones no permiten la existencia de normas morales (particulares) indiscutibles.

Pero existe una diferencia más profunda, que ahora nos interesa de modo especial. Las primeras dos posiciones tienen en común la idea de que los juicios morales no pueden ser calificados de verdaderos o falsos, tratándose de decisiones tomadas por la voluntad; la tercera posición, en cambio, afirma que existe una verdad que precede a nuestra libertad en la búsqueda del bien. En este momento estamos en situación de comprender qué significa “el problema de la relación entre verdad y libertad”. Esto puede ser formulado del siguiente modo: cuando nuestra persona se decide a actuar para alcanzar la propia felicidad, ¿existe una verdad sobre aquello que está bien y sobre aquello que está mal, que precede a la elección libre y a la cual la libertad debe someterse? O bien, ¿no existe una verdad sobre aquello que …, desde el momento que es la libertad misma la que constituye el bien y el mal?

Para aclarar mejor este problema, debemos efectuar una reflexión ulterior. La primera proposición (está bien/mal aquello que está mandado/prohibido por la Voluntad de Dios) no podía durar mucho. En efecto, ella no es convincente. Por lo tanto hay que preguntarse: ¿Y por qué está bien/mal obedecer/desobedecer a la Voluntad de Dios? La respuesta puede estar ya implícita en una experiencia o en una cultura teísta. Cuando decae la centralidad de una dimensión religiosa, la respuesta perdería toda su fuerza convincente. Esto es lo que ha ocurrido en nuestra cultura profundamente secularizada.

La segunda posición ha tenido un desarrollo muy importante. Ella, como habíamos dicho, parte del presupuesto de que no existe una verdad sobre lo que está bien y sobre aquello que está mal, por lo cual, en principio, cada uno decide con plena libertad al respecto. Sin embargo, el hombre no es un individuo aislado, la vida en sociedad exige ser regulada. Pero ¿regulada cómo? ¿Existe una verdad sobre aquello que está bien o mal para una sociedad y en una sociedad humana? No existe. Se deben constituir una serie de normas a través del consenso sobre aquello que es necesario para la vida social, dejando el resto a la absoluta libertad del individuo. Se tiene así un sector privado — la búsqueda del sentido de la propia vida — en el cual cada uno decide autónomamente; se tiene un sector social en el cual el consenso instituye las normas del comportamiento. El primer ámbito es calificado como el ámbito del bien y del mal; el segundo ámbito es calificado como el ámbito de lo justo y de lo injusto. En ambos casos no es correcto hablar de verdad. No lo es en el primer ámbito. La búsqueda del sentido es la búsqueda de la bienaventuranza, de la felicidad. Ahora ¿qué sentido tiene hablar de “verdadera felicidad”/“falsa felicidad“, si uno es feliz simplemente cuando se siente feliz? En el ámbito en el cual se da, se debe dar un insuperable pluralismo ético, porque cada uno proyecta la propia existencia según aquello que estima ser bueno, sin posibilidad de un juicio sobre varios proyectos de vida. Pero tampoco es posible hablar de verdad en el sector de la justicia. Esta referencia, en efecto, introduciría subrepticiamente una visión particular de la vida como privilegiada respecto a los otros, imponiéndola a quien no la comparte. En resumen, el relativismo de las variadas visiones morales (negación de una verdad moral) es la condición necesaria para la democracia.

Podemos concluir este primer punto. Hemos dicho que existe una pregunta central en la VS: la pregunta sobre la relación entre verdad y libertad. ¿Cuál es esta pregunta? Ella es esencialmente la siguiente: ¿Existe o no existe una verdad sobre el bien fundada sobre la naturaleza misma de la persona humana y que precede al ejercicio de la libertad y la juzga? Dicho de otro modo: ¿El bien y el mal son constituidos por la libertad misma de la persona en el ámbito de la proyección de su vida personal y del libre consenso en el ámbito de la proyección de la vida social? Si es verdadera la primera posición, existen normas morales que jamás admiten excepciones. Si es verdadera la segunda posición no existen normas morales indiscutibles.

 

2. La respuesta de la Encíclica Veritatis Splendor

 

Debemos ahora conocer cuál es la respuesta dada por el Santo Padre en la VS.

Pero antes debo hacer una precisión. La teoría que he expuesto arriba, aquella que ha expulsado el concepto de verdad de la reflexión ética, ha penetrado también en la teología moral católica. ¿En qué modo, bajo cuáles formas, con qué resultados teóricos? A este punto está dedicada la segunda parte de la Encíclica, la parte más técnica. No quiero hacer un análisis de ella porque no tenemos tiempo. Pero se la tiene presente en la reflexión que sigue, por cuanto se refiere a importantes enseñanzas generales.

¿Qué es lo que está puesto en juego en toda esta problemática que a algunos podría parecer para iniciados? El Santo Padre lo encuentra en la simple pregunta hecha por un joven a Jesús: “¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?” Es la pregunta de la plenitud de significado para la vida; la pregunta que nace del deseo más profundo que habita en el corazón de cada hombre: El deseo de bienaventuranza. Es el deseo de plenitud de verdad, de libertad, de amor: en una palabra, de plena felicidad (cfr. VS n° 7). Y es al mismo tiempo la pregunta sobre qué cosa hacer, sobre cómo actuar, para que este deseo no permanezca sin respuesta, para que la vida alcance esa plenitud de significado que es la plenitud de bienaventuranza. Pregunta sobre la bienaventuranza, pregunta sobre cómo alcanzarla, en realidad pregunta sobre cómo vivir, es decir sobre el modo con el cual ejercitar la propia libertad. He aquí el meollo de toda la problemática enfrentada por la VS. “Los problemas humanos más debatidos y diversamente resueltos en la reflexión moral contemporánea se relacionan, aunque sea de modo distinto, con un problema crucial: el de la libertad“. (VS n° 31). La Encíclica, por lo tanto está hablando de ti, de mí: de cada uno de nosotros. Ella formula la pregunta fundamental: ¿Cómo ser libres para alcanzar la plenitud de bienaventuranza?

El hecho de que aquel joven haga la pregunta “cómo ser libres...” implica que son posibles varios modos de ser libre y que no todos los modos posibles de ser libres conducen a la bienaventuranza. Existe un modo bueno de ser libre; existe un modo no bueno de ser libre. O, lo que es equivalente, existe un ejercicio bueno de la propia libertad y un ejercicio no bueno de la propia libertad. Saber la respuesta es la ciencia decisiva. Y el joven ha comprendido bien a quién debe solicitar esta respuesta.

¿Qué quiere decir “ser libre del modo bueno”? La primera parte de la respuesta dada por Cristo puede parecer extraña: “Porque nadie es bueno sino sólo Dios”. Sólo Dios puede enseñar al hombre cómo ser libre, porque sólo Dios es la plenitud del Bien, es decir la plenitud de la vida bienaventurada a la cual el hombre quiere llegar.

La pregunta sobre el sentido del propio ser libre es dirigida en último término a Dios mismo. Preguntarse: ¿Qué sentido tiene ser libre? equivale a preguntarse : ¿Por qué existo? ¿Qué sentido tiene mi existir? Y la respuesta puede llegarnos sólo de Aquel que nos ha hecho existir, que nos ha creado. “Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque El es el Bien. Pero Dios ya ha dado respuesta a esta pregunta: Lo ha hecho creando al hombre y ordenándolo con sabiduría y amor a su fin, mediante la ley inscrita en su corazón (cfr. Rom. 2, 15), la ley natural“(VS n° 12). Por lo tanto: a la pregunta humana sobre cómo ser libre para alcanzar la bienaventuranza, Dios ha respondido escribiendo en el corazón de la persona humana el modo justo de ser libres. Esta escritura del corazón es la Ley moral.

Este es un punto central de la Encíclica y debe ser bien comprendido. Empresa no fácil por todas las razones que he expuesto en la primera parte de mi reflexión. El hecho mismo de que el hombre pregunte cómo ser libre en modo bueno, significa que la libertad no tiene en sí misma el criterio para juzgarse a sí misma, la medida para discernir si se realiza en modo bueno o no bueno. En palabras más simples: El sólo y simple hecho de que has actuado libremente no es suficiente para decir que has actuado bien. Se puede actuar libremente actuando mal: la medida del buen uso de la libertad está fuera de ella. Por otra parte, esta “medida” no puede ser tal que en el momento en que la libertad la asuma sea ella misma destruida. ¿Cuál es la “medida” que de una parte se impone a la libertad y, por otra, imponiéndose, no sólo no destruye la libertad, sino que la realiza plenamente? La respuesta no es tan difícil de encontrar a primera vista. Basta poner atención a una experiencia interior que cada uno de nosotros vive cotidianamente.

Cuando efectuamos una elección libre, ¿qué ocurre en realidad en nosotros? En primer lugar no hay elección libre sin conciencia de elegir libremente: no puedo elegir libremente sin saberlo. Sin embargo la auto-conciencia no basta: puedo tener conciencia de mi respirar, pero no por esto la respiración llega a ser una elección libre. No elijo libremente aquello que elijo simplemente porque sé que lo elijo. En realidad ha intervenido un juicio de la razón que ha juzgado ser un bien aquello que se propone como objeto de una posible elección. Nadie elige el mal porque es un mal. La elección es la elección de aquello que es juzgado como bien porque es juzgado como bien. La elección radica siempre en el juicio de la razón: la libertad reconoce como su bien aquello que la razón ha conocido ser bien. Es el esplendor de la verdad lo que hace posible el esplendor de la libertad. Hemos encontrado la respuesta a la pregunta. El ejercicio bueno de la libertad es aquel que radica en la verdad: en la verdad acerca del bien de la persona. Esta radicación no destruye la libertad. Por el contrario, el hombre es verdaderamente dueño de sí mismo porque y en cuanto se deja gobernar y guiar exclusivamente por la verdad sobre sí mismo, cuando no cede a ningún poder contrario a ella. El joven, preguntando cómo ser libre en modo bueno, pregunta simplemente cómo ser libre en la verdad. El hombre busca la verdad sobre sí mismo y vive en la libertad sólo si en sus elecciones se deja guiar por la verdad conocida.

Pero en este punto surge una pregunta: ¿Cómo puede el hombre conocer la verdad sobre sí mismo? (=¿Qué cosa debo hacer?). Mediante la luz de su razón. Como escribe Santo Tomás: “Gracias a ella conocemos aquello que se debe cumplir y aquello que se debe evitar. Esta luz Dios la ha donado en la creación” (Cfr. VS n° 12, 1). Ahora comprendemos bien qué significa que Dios ha respondido a la pregunta del hombre sobre cómo ser libre. El ha creado al hombre, lo ha ordenado, orientado a la Comunión con El: esta ordenación, esta orientación, esta finalización es la luz de nuestra inteligencia en cuanto es capaz de conocer el bien de la persona, aquel bien que la libertad debe realizar.

Puesto que la persona humana había caído en las tinieblas del error, Dios, en su Providencia, ha ayudado al hombre instruyéndolo con su Revelación, dándole los diez Mandamientos.

Pero esto no es todo. Existe una ley naturalmente escrita en el corazón de cada hombre; existe una ley revelada. Esta ley es la verdad sobre el bien de la persona, indicándonos cuáles son los varios bienes que la constituyen. La plenitud de la bondad de la persona consiste en el seguimiento de Cristo (Cfr. VS n° 19).

Podemos considerar concluido este segundo punto de nuestra reflexión. La pregunta a la cual hemos buscado la respuesta en VS era: ¿Existe o no existe una verdad sobre el bien de la persona, que precede al ejercicio de la libertad y lo juzga?, o bien ¿es la libertad misma la que decide por sí sola el contenido de la verdad sobre sí mismo que debería vincularla moralmente? La respuesta de VS es la siguiente: existe una verdad sobre el bien de la persona, verdad conocida por la razón, que precede a la libertad y la juzga. En este sentido: la libertad está llamada a realizar esta verdad, a hacer la verdad y así conducir a la persona a la bienaventuranza. Esta conciencia en nosotros es una participación en la Sabiduría Divina creadora, participación que alcanza su plenitud en el seguimiento de Cristo. En síntesis: el esplendor de la verdad que reluce en el rostro de Cristo, penetra e invade a la persona que es iluminada. Este esplendor de la Verdad del hombre hace posible el esplendor del acto libre.

 

3. Verdad-libertad en la vida del individuo y de la sociedad

 

En este tercer y último punto de mi reflexión querría llamar la atención sobre la relevancia que esta respuesta tiene en la vida del individuo y de la sociedad. Me limitaré solamente a algunas observaciones esenciales.

Ya he dicho que si se acepta la respuesta que da VS se debe llegar a la conclusión de que existen normas morales bien determinadas que no admiten nunca ni siquiera una pequeña excepción. ¿Por qué esta consecuencia? Si existe una verdad sobre el bien de la persona, si la ley moral no me hace conocer otra cosa que aquellos bienes particulares que en su conjunto constituyen la persona humana, si existen bienes unidos tan estrechamente con el bien de la persona que no es posible el respeto debido a ella sin el respeto de aquellos bienes, entonces las normas que defienden estos bienes no pueden nunca ser objetadas, puesto que nunca se podrá, por ninguna razón, faltar el respeto a una persona.

Pongamos un ejemplo: el bien de la vida humana. El bien de la vida está incindiblemente conectado con el bien de la persona como tal, en el sentido de que la vida es el bien fundamental sin el cual cualquier otro bien es imposible de realizarse. Por tanto, atentando contra la vida se atenta contra la misma persona humana como tal, porque en ella vive y existe. Ahora se comprende la enseñanza de VS: existen actos intrínsecamente injustos, es decir, actos que por su naturaleza misma van contra el bien de la persona como tal. Por lo tanto, las normas correspondientes que los prohiben no pueden admitir excepciones (Cfr. VS n° 79 e n° 82).

Al interior de este argumento se incluye otra consecuencia sobre la cual la Encíclica ha escrito páginas admirables. Si existen actos que no pueden jamás ser hechos por ninguna razón, no se puede excluir nunca de nuestra vida la posibilidad del martirio. El mártir testimonia precisamente que nunca es permitido desvalorizar o poner en duda, aunque sea con buenas intenciones, la dignidad de la propia persona hecha a imagen de Dios. El mártir muere para que no sea violada la dignidad de la persona, y así, perdiendo su vida él la salva (Cfr. VS n° 92: seré verdaderamente hombre). El mártir realiza en plenitud la síntesis de verdad y libertad.

Pero la respuesta dada por VS tiene una profunda relevancia social. Ella afirma que la persona humana no es una materia de la cual se pueda disponer en los propios proyectos políticos o económicos. Ella posee en sí misma una verdad que debe ser respetada por cualquier poder. Es la defensa del hombre contra pretensiones ilimitadas. Y se formula el problema de una verdadera democracia y de su conexión de hecho con el relativismo (Cfr. VS n° 101).

 

Conclusión

 

La tercera parte de la Encíclica tiene como título: “Para que no sea hecha vana la Cruz de Cristo”.

La libertad puede fallar y conducir a la persona a perderse a sí misma. Puede fallar porque elige contra la verdad, sugestionada también por “el padre de la mentira”, y llegar a ser esclava de la mentira: este es el verdadero drama de la persona. La Cruz es la oferta insuperable de la Verdad y de la libertad hecha al hombre: la liberación de la libertad porque es conducido a la tierra de la Verdad.