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Misterio y moralidad de la afectividad humana
Santiago, 4 de Diciembre 1993


La reflexión sobre la afectividad humana, nos introduce muy profundamente en el “corazón” de la persona, porque nos lleva al origen mismo de su vivir cotidiano.

Para entender que es éste, realmente el lugar de nuestra reflexión, partimos por una constatación muy simple, casi banal y además por una pregunta. La constatación: las decisiones, las elecciones que constituyen nuestra historia cotidiana son muchas y de diversa índole; algunas más importantes que las otras. La pregunta. ¿Podemos conducir esta variedad hacia una unidad, individualizando una única “fuente” desde la cual todas tienen su origen? ¿Cuál es el lugar originario donde nace toda nuestra historia? La respuesta es solamente una: el deseo de felicidad. Todo lo que hacemos tiene su origen en el deseo de lograr la felicidad, la beatitud. De esta manera, cada uno de nosotros, estamos condicionados a ver a la persona como “un sujeto pobre - que desea” una plenitud de ser. Es una pobreza habitada por un deseo. He aquí donde hemos circunscrito el ámbito de nuestra reflexión. La afectividad de la que hablaremos, no es otra que esta dimensión de la persona: es la tensión hacia la plenitud del ser que nace de nuestra pobreza ontológica constitucional. Y en primer lugar tratamos de penetrar en su naturaleza íntima.

 

1. El misterio de la afectividad humana

 

Quisiera comenzar llamando la atención de ustedes acerca de la paradójica naturaleza de la afectividad humana. Son experiencias que cada uno de nosotros vive a diario: será suficiente poner solamente un poco de atención en nosotros mismos.

• Primera paradoja. Nuestro deseo, nuestra afectividad es insaciable; no se satisface jamás: cualquier bien que busque aparece limitado en relación a su hambre. Existe una cierta infinitud que choca siempre con la finitud de cada bien. Si se pregunta: ¿Deseas un poco de felicidad, un poco de libertad, un poco de verdad? ¿o deseas toda la felicidad, la plenitud de libertad y de verdad? Nadie responde que desea ser un poco feliz y un poco infeliz, un poco libre y un poco esclavo, estar un poco en la verdad y un poco en el error. Pero al mismo tiempo cada uno de nosotros tiene cada día la experiencia de estar en la vía hacia, sin lograr jamás la plenitud. La tradición cristiana ha acuñado una fórmula admirable: homo viator, es decir el hombre es un viajero. ¿Existe una salida de esta paradójica condición? No queremos dar respuesta de inmediato a esta pregunta, Quisiera centrar la atención de ustedes sobre las soluciones que se han dado de hecho o que se han propuesto.

La primera es la más amarga: “no pudiendo tener aquello que deseas, desea aquello que puedas tener”. El joven Agustín cuenta que cuando escuchó esta proposición, pensó que había encontrado finalmente la solución para su inquietud, para el tormento de su afectividad. Pero rápidamente se dió cuenta que esta solución debía pagarla a un muy alto precio: apagar en sí el propio deseo, aridecer la propia afectividad. Basta poco para ser felices, se dice. Es cierto, pero para quien quiere ser un poco feliz, para quien ha ya decidido no estar en la plenitud.

Existe una segunda proposición: “ya que nada puede satisfacer tu deseo, no desees realmente nada, excepto el desear mismo”. Más concretamente: no es la verdad, el logro de la certeza, lo que vale, sino la búsqueda pura, la duda permanente. Es más, quien te pide una aprobación cierta a una proposición, destruye tu deseo. No es lo definitivo sino el poder retirarse siempre “a tiempo” la verdadera libertad: todo debe tener un plazo. El matrimonio para experimentar, la vida religiosa en un cierto plazo, etcétera. La proposición reduce la afectividad a una posibilidad de todas las posibilidades. Es como si alguien quisiera coser olvidándose de hacer el nudo al final del hilo. El continúa cosiendo sin coser jamás. Es como pensar sin saber nada. Es como caminar sin saber adonde.

No obstante las dos proposiciones nos ayudan a captar el núcleo esencial de esta primera paradoja de nuestra afectividad: esta inspira una sed infinita a un sujeto finito. Es lo paradojal de un ser limitado que tiende hacia una beatitud ilimitada. Es una paradoja que si no se resuelve, lleva a la persona al aburrimiento o a la desesperación.

• Segunda paradoja. La primera paradoja se radica en una segunda aún más profunda. Orientandonos hacia una felicidad, una beatitud ilimitada, nuestra afectividad, nuestro deseo; nos presenta a cada uno de nosotros el problema del tiempo, o mejor dicho, nos introduce en el misterio del tiempo. Pero prestemos atención, no se trata del tiempo físico, cronológico, del que se señala por el movimiento de la tierra y describen nuestros calendarios. Se trata de una dimensión de nuestra persona, de un “vivido” del cual es nuestra afectividad, nuestro deseo de beatitud el que nos permite tomar conciencia. ¿Puede existir una beatitud real si vivo con el miedo de que el bien del cual gozo puedo perderlo? La posesión de la beatitud sin la certeza que esta posesión no terminará jamás, genera una profunda angustia. Pero esto no es todo, pensemos en una experiencia por la cual probablemente hayamos pasado todos. Es verdad o no es verdad que en ciertos momentos de una particular plenitud existencial, hemos dicho: ¡Oh, como quisiera que todo esto no terminara jamás! El tiempo es voraz, el tiempo es envidioso. Pero en realidad, el deseo que “no terminara jamás” significa el deseo que el tiempo se detuviera, que no transcurriera más. Esto es, permitamosnos decir esta palabra tan importante: que entrara en la eternidad. Nadie ha descrito esta experiencia con mayor profundidad que Agustín y Goethe. Agustín individualizó perfectamente que el transcurso del tiempo es el signo y la causa de la imposibilidad del hombre para ser plenamente si mismo. Faust sabe que sólo se puede decir en un instante: “¡Detente, pues! ¡Eres tan hermoso!”, el ha vencido.

Esta es la segunda gran paradoja que abita en nuestra afectividad: la persona que está en el tiempo siente el deseo de eternidad. Esta se siente ciudadana de la eternidad, dada como rehén al tiempo. Esta situación extremadamente paradojal necesita ser resuelta: ¿Existe una salida de esta condición? No quiero responder inmediatamente a esta pregunta. Quisiera centrar vuestra atención en las soluciones que de hecho han sido propuestas.

La primera - la más engañosa. La experiencia nos dice que el pasado ya no existe, que el futuro no existe aún: existe el instante presente. Existe, por lo tanto, una manera simple de salir del flujo del tiempo: el sumergirse totalmente en el instante, sin pensar en el futuro, perdiendola memoria del pasado. Es la inmediatez pura. Nadie ha expresado mejor esta proposición existencial que el poeta latino Horacio en su poesía a Leuconoe. El dice: “No investigues (no se puede), Leuconoe, nuestra suerte... acepta lo que sucede... sé sabia, piensa en beber y no te hagas ilusiones. Mientras hablamos, el tiempo voraz resbala; goza el presente y que no te importe el mañana”.

Esta proposición existencial se engarza profundamente con la concepción de libertad como “posibilidad de todas las posibilidades” de la cual ya hemos hablado. En sustancia es la inmersión total en el momento fugaz.

Pero existe también otra poposición: que es la de la evasión: la evasión fuera del tiempo, fuera de la realidad. La difusión cada vez más masiva de la droga en nuestra sociedad occidental, muestra en qué medida esta proposición ha sido aceptada hoy en día.

Esta segunda paradoja le hace a nuestra conciencia, a nuestra libertad, una pregunta crucial: ¿Es posible la salvación eterna en el tiempo? ¿Es posible lograr la beatitud eterna en el transcurso del tiempo?

• Tercera paradoja. En la búsqueda de una plenitud del ser, de significado, nuestra afectividad nos empuja no solamente y no principalmente hacia la posesión de las cosas. No son las cosas las que nos proporcionan la beatitud, sino las personas. Es en este punto donde se anida la tercera y la más profunda de las paradojas de nuestra afectividad. ¿Se puede poseer a las personas de la misma manera como se poseen las cosas? En el preciso momento en el que tratamos de hacerlo, hemos destruído en nuestro corazón el ser persona del otro: ya no es una persona a quien encontramos, ya no es alguien, sino algo. Con mucha profundidad Jesús nos enseña, en el discurso de la Montaña, que puedes violar la dignidad de una mujer solamente con una mirada. Si es que la mirada nace del deseo, es decir, de una visión del otro no como sujeto, sino como objeto del cual gozar, has ya corrompido su intrínseca belleza y dignidad. Pero entonces, por una parte, nuestra afectividad está a la búsqueda de una plenitud para satisfacer su propio e infinito deseo de beatitud, por otra, justamente en esta manera y a causa de esto no logrará jamás su beatitud. En palabras más simples, si tú le dices a una persona: “te quiero porque te necesito” es en ese momento que tú ya no quieres a una persona porque la has reducido a la condición de objeto. Pero parece que tú no puedes dejar de decir esto. Es esta la razón por la cual muchas personas han llegado a la conclusión que el amor verdadero no es posible entre las personas. La única posibilidad que existe es la de una acuerdo reciproco de usarse el uno al otro.

En realidad sería posible pensar en otra hipótesis: ¿Y si la realización consistiera en la entrega de sí mismos? ¿Si también en el mundo del espíritu sucediera algo parecido a lo que sucede en la naturaleza? “Si el grano de trigo no muere, non da fruto, solo si muere dará fruto”.

La reflexión acerca de estas tres paradojas que habitan en la afectividad humana, nos han hecho plantearnos tres preguntas:

• ¿Es posible para un sujeto finito y limitado como lo es el hombre, lograr la felicidad, la beatitud infinita e ilimitada hacia la cual nos arrastra nuestra afectividad?

• ¿Es posible la salvación, la beatitud eterna en el tiempo dentro del cual habita la persona?

• ¿Es posible que la realización de sí mismos consista justamente en la entrega al otro?

Si meditamos profundamente en relación a estas tres preguntas, veremos que ellas pueden fundirse en una sola. Esta situación de una “constitución paradójica” en la cual habita nuestra persona, entre finitud e infinitud - entre tiempo y eternidad - entre deseo y entrega. ¿Cómo puede resolverse? En una palabra: ¿Cuál es la clave de interpretación última del misterio del hombre, que nos revela nuestra afectividad? En la segunda parte de mi reflexión, quisiera realizar la tentativa de responder a esta pregunta.

 

2. La moralidad de la afectividad humana

 

En realidad esta misma pregunta se la hizo un joven a Cristo: ¿Qué debo hacer para obtener la vida eterna? Presten atención. ¿Qué es lo que este joven desea en la profundidad de su corazón? ¿Qué quiere saber en primer lugar? No desea saber qué debe hacer en primer lugar. Esta es una consecuencia. A él lo mueve el deseo de poseer, de obtener la vida eterna. No cualquier vida, no una vida limitada, no un poco de beatitud, no un poco de libertad. El desea la vida ilimitada, la beatitud eterna, la libertad plena.

Esta es la primera pregunta. Y por eso, en consecuencia, él pide cómo lograr la meta a la cual lo arrastraba su afectividad.

La primera parte de la respuesta de Jesús nos parece, a primera vista, desconcertante: “¿Por qué me interrogas sobre lo que es bueno? Sólo uno es bueno”. ¿Por qué nos parece desconcertante? Porque pareciera querer de dir: por qué deseas la vida que sólo le pertenece a Dios, solamente Dios es vida eterna, plenitud de bienes, beatitud infinita. A la criatura se le concede menos: reduce la medida de tu deseo a la medida de tus posibilidades reales.

En realidad el Señor no acepta esta conclusión. De hecho continúa: “Si quieres entrar en la vida”. Es decir, es posible para el hombre lograr aquella vida, aquella beatitud que tú tan profundamente deseas. Llegamos así a una conclusión asaz importante. Ya que sólo a Dios le pertenece la plenitud de la beatitud, ya que al hombre no se le impide desear la plenitud de la beatitud, al hombre no le queda más que un camino: volverse partícipe de la misma vida divina, desear llegar a ser Dios.

Y de hecho también en la sabiduría pagana, carente de revelación alguna, uno de sus más profundos pensadores, Platón, había llegado a esta conclusión. No podemos dejar de ceder a la tentación de citar quizás una de sus mas famosas páginas, aquella en la que describe precisamente esta ascensión del hombre a la vida eterna, a la verdadera beatitud. Escuchemos.

“¿Qué deberíamos pensar pues … si a uno le ocurriera contemplar la Belleza en sí absoluta, pura, no mezclada, no contaminada para nada con carnes humanas … pero pudiera contemplar como única forma la Belleza divina misma? ¿O quizás tú sostienes … que sería una vida que vale poco la de un hombre que mirara allá y que contemplara aquella Belleza ... y permaneciera unido a ella?
… ¿Y no crees que ... será, si eventualmente lo fue otro hombre, también él inmortal?” (Simposio, 211 D - 212 A).

Pero, en realidad, esta proposición es muy ambigua. ¿Es al esfuerzo humano que se le pide subir hasta ese tipo de contemplación? ¿Se trata, al fin, de una aventura solamente del pensamiento? ¿Y qué significa que no esté “para nada contaminado con carnes humanas”? ¿Quizás no es posible tener una experiencia de la Belleza absoluta dentro de nuestra carne, dentro de nuestra historia? Y, de hecho, la pregunta tiene una consistencia bien precisa: “¿Qué debo hacer?” Pregunta el joven. El hace una pregunta que tiene que ver con el ejercicio de su libertad. El, en sustancia, está preguntando si existe una manera tal de ser libres que introduzca a la persona “en la vida eterna”.

La pregunta del joven nos hace evocar otra página, pero esta vez de la Santa Escritura. La primera parte de la respuesta dada por el Señor, como hemos visto, significaba: ya que sólo Dios es beatitud, es vida eterna, si no llegas a El, si no te asemejas a El, no puedes obtener la vida, la beatitud. ¿Pero el hombre no había tratado de “ser como Dios” precisamente para no ver jamás a la muerte? “Ustedes no morirán, pero serán como dioses”. Y el hombre había creído en esta promesa y la muerte había venido a habitar en su vida. Es así como estamos ahora en el punto central, porque hemos sido conducidos a la “bifurcación radical” de la manera misma de ser libres.

El hombre había creído que podía participar en la verdadera beatitud decidiendo él mismo, en última instancia, qué es el bien y qué es el mal, es decir, en qué consiste la beatitud misma: llegar a ser como Dios en el sentido de poner en la libertad misma, la fuente última de la felicidad. Pero Jesús le dice al joven: “… cumple los mandamientos” Es decir, Dios mismo y sólo El puede indicarte cómo ser libre, para entrar en la vida, en la felicidad. La libertad debe radicarse en la obediencia sino puede perderse. En el libro del Exodo (19, 3-4), justamente en el momento en que Dios está por entregar su ley, dice de manera maravillosa: “Ustedes mismos han visto… como los he levantado hasta las alas del águila y los he hecho venir hasta mí”.

Es Dios quien nos eleva hasta Sí y nos hace llegar hasta El. ¿Cómo? A través de la entrega de Su ley. ¿Cómo? Escribiendo en el corazón de la persona la manera en la cual ella debe ser libre si quiere entrar en la beatitud.

He hablado de una “bifurcación radical” en la manera misma de ser libre. ¿Qué significa? Hay solamente dos maneras de ser libre, y solamente dos. O se es libre en la obediencia de la verdad o se es libre a despecho de cualquier vínculo.

Jesús le dice al joven: si quieres lograr la felicidad sin límites, sé libre en la obediencia de la verdad (= cumple con los mandamientos).

De esta manera hemos logrado el primer concepto de moralidad. La moralidad es la verdad que habita en la libertad y la guía para que alcance la beatitud. En otras palabras: Existe una manera verdadera de ser libre y una manera falsa de ser libre; existe una realidad de libertad y existe una apariencia de libertad. Quien ha entendido esto, ha entendido qué es la moralidad, quien no ha entendido esto, no sabe qué es la moralidad.

Pero si recuerdan, hemos conducido esta reflexión porque queríamos responder una pregunta. La pregunta era: ¿Cuál es la clave de interpretación última del misterio del hombre, del misterio de su afectividad que pone siempre a la persona en la tensión entre finito e infinito, entre tiempo y eternidad, entre posesión y entrega? Hemos encontrado la primera respuesta.

La clave de interpretación última es la manera en la cual tú entiendes el ser libre, es decir, es la moralidad. Existe una manera verdadera, existe una manera falsa. La bifurcación consiste en esto: si eres libre obedeciendo a la verdad, entras en la vida; si eres libre en la desobediencia de la verdad, vives sólo en apariencia.

El joven que había hecho la pregunta, todavía no estaba satisfecho con esta respuesta. Y no lo estaba, justamente, debido a su experiencia. El había vivido siempre así, como pedía Cristo y no había logrado la vida verdadera, la vida eterna. ¿Qué faltaba aún? ¿De qué manera su modo de ser libre no era enteramente verdadero? ¿Por qué no había sido elevado por las alas del águila?

Quisiera, para entender mejor la respuesta dada por Jesús a este joven, que recordaramos las tres paradojas de nuestra afectividad. ¿Es posible para un sujeto finito y limitado como el hombre lograr la felicidad infinita, la beatitud ilimitada? Sí, si lo infinito viene a habitar dentro de lo finito. ¿Es posible la salvación, la beatitud eterna en el tiempo? Sí, si lo eterno viene a habitar dentro del tiempo. La pregunta del joven, en el fondo, indicaba que él quería saber si esto había sucedido: y en ese momento Jesús lo amó. Había llegado el momento de la Revelación suprema: es posible, porque Dios, beatitud eterna, ha venido a vivir entre nosotros, se ha hecho carne. Y tú, con el tiempo puedes lograr la posesión de la vida eterna. Pero, ¿Cómo? Existe solamente un modo: seguirlo, vivir con El que es Dios hecho hombre. Aquí la respuesta del Señor terminó. Y también nosotros hemos entendido el concepto de moralidad en toda su magnitud.

Existe un modo verdadero de ser libres y existe un modo falso de ser libres: esta es la esencia de la moralidad. El modo absolutamente verdadero de ser libres es aquel de seguir a Cristo. La libertad plena es el seguir a Cristo y la moralidad está en su compañía.

Pero. ¿Qué sucede? El joven se va y no podía ser de otra manera, se va triste. ¿Por qué? Porque era rico y Jesús le había pedido que renunciara a todas sus riquezas para seguirlo y obtener la felicidad. ¿Se acuerdan de la última paradoja de nuestra afectividad? ¿Aquella más produnda: la más grande afirmación de sí consiste en la entrega?

Estamos finalmente en el momento resolutivo de todo el misterio de nuestra persona, de todo el misterio de nuestra afectividad. La verdadera libertad consiste en seguir a Cristo, en el estar con El y ser como El. Sólo así logras la beatitud. Pero. ¿Qué significa “seguir a Cristo”? Salir de sí para donarse al otro. (cfr. Veritatis Splendor 20).

 

Conclusion

 

Nos habíamos preguntado: ¿Cómo se “resuelve” lo paradójico de nuestra existencia, de su misterio el cual ha sido aclarado por nuestra afectividad? No me refiero a una resolución a nivel del pensamiento, sino de nuestra vida cotidiana.

Esta está en el modo verdadero de ser libres, es decir, en el seguir a Cristo, es decir en la entrega de sí hasta la muerte de sí mismo, en una palabra en el amor. Ama y serás libre y tendrás, desde ahora, la vida eterna.